Por: María Elena Useche

Mudarse, es como cambiar la piel. Es una metamorfosis que te renueva, pero que puede doler. Mudarse significa dejar atrás amigos, familiares y cosas que te gusta hacer, y por más que desees tu nuevo destino vas a extrañar esa ciudad que dejas atrás.

Cuando pienso en las veces que he tenido que hacerlo, me doy cuenta de que he practicado una rutina que hasta el día de hoy mantengo en pie. Me gusta plantearme las etapas positivas del cambio, y mirar con optimismo las actividades nuevas que he de emprender, pero antes de partir me he acostumbrado a practicar una serie de pasos que me ayudan a cerrar ese ciclo de vida.

Me gusta recordar los momentos lindos que viví en la casa que estoy por dejar, las celebraciones con amigos y familiares y las risas que llenaron las paredes de mi hogar. Cuantas historias contamos en la cocina mientras tomamos un café o quizás mientras saboreamos una suculenta comida. El recorrer mentalmente esos instantes y los diferentes espacios de la casa van entibiando el corazón y generando un estado de gratitud que poco a poco trae una sonrisa al rostro y el anhelo de volver a crear memorias en el lugar que está por venir.

Siempre he tenido un rincón preferido el cual he destinado para leer. Desde ese lugar, acompañada de una buena taza de té, me despido de los recuerdos, de las actividades que me gustaba realizar allí, como viajar imaginariamente a través de excursiones impresas en mis libros. Qué fabuloso y extraordinariamente delicioso es hojear una buena revista con vívidas fotos de lugares que te gustaría visitar. Esos lugares que te hacen suspirar.

Entre otras cosas, me gusta recorrer cada espacio de la casa y tocar las paredes para recordar con todos mis sentidos las buenas experiencias que allí viví. Sentarme en cada espacio y contemplar el jardín, la ventana que da a la calle, las flores del vecino, cualquier detalle de significado para mí.

También miro hacia atrás y recuerdo los malos tiempos como lluvias y tempestades y lo rico que se sintió decir “estoy a salvo en casa.” Sin embargo, no solo recuerdo las tormentas externas sino las que sucedían en mi corazón, las cuales sustituyo con memorias de superación al repasar mentalmente lo segura que me sentí cuando esas cuatro paredes me arroparon y protegieron mientras sufrí o lloré.

No puedo olvidar las callecitas que transité a diario y las tienditas que frecuentaba como cliente regular. Allí siempre hago el esfuerzo de despedirme personalmente, es importante dar las gracias a todas esas personas que en algún momento con tanto cariño me atendieron. La cajera del supermercado, el señor de la estación de gasolina, la costurera, la señorita donde regularmente compraba los dulces, la señora de la manicure, en fin, todas esas personas hermosas que están regularmente en nuestras vidas y que de una manera u otra nos hacen felices.

De igual manera, digo adiós a esas actividades grandotas y propias del lugar donde viví como la playa, o la montaña, el bosque, las grandes autopistas, la ciudad y su centro. Esos lugares que llenan la vida de buena vibra y energía y que fueron parte de mí.

Hay que decir adiós, no para siempre, sino para agradecer las vivencias de cada momento, para conectar con la energía de crecimiento que cada etapa trae y para abrir nuevas puertas y caminos con la libertad que nos da el no estar atados al pasado. Aún cuando regresemos al punto de partida podremos reencontrarnos con todo lo que dejamos en paz y armonía perfecta.

Mudarse es un proceso de desapego que toma tiempo digerir, siempre es un capítulo nuevo, aunque sea por necesidad, o decisión propia. Lo cierto es que sucede una pérdida que la sigue un período de duelo y aceptación.  Al decir adiós y dar las gracias creamos un estado de conciencia elevado en el cual podemos sanar con mayor rapidez e insertarnos en nuestra nueva vida con brazos abiertos y amor perfecto con lo que hemos de encontrar.